miércoles, 5 de diciembre de 2012

La justicia obtenida a cualquier precio termina no siendo Justicia

     Letrado al teclado:

    Querría empezar haciendo una pequeña explicación de lo que supone nuestro Derecho de Defensa consagrado en la Constitución y que se incardina en el más amplio de Derecho a la Tutela Judicial Efectiva recogido por el artículo 24 de nuestra Carta Magna, así como reuniendo extractos de Sentencias bien conocidas, como la del caso de las escuchas ilegales de Garzón, que resumen perfectamente el contenido y la necesidad de mantener indemne el Derecho de Defensa.
 
     Este contenido esencial del derecho fundamental a la defensa, que corresponde al imputado, muchas veces se ve contrapuesto frente al interés legítimo del Estado en la persecución de los delitos. El derecho de defensa es un elemento nuclear en la configuración del proceso penal del Estado de Derecho como un proceso con todas las garantías. No es posible construir un proceso justo si se elimina esencialmente el Derecho de Defensa, de forma que las posibles restricciones deben estar especialmente justificadas.

     El principio acusatorio, que inicialmente exige que la acusación sea sostenida por alguien distinto del juzgador, se relaciona íntimamente con otros derechos, entre ellos el derecho a un Juez imparcial (el Tribunal no puede abandonar su posición de tercero), el Juez predeterminado por la Ley y el Derecho de Defensa.

     Los poderes públicos, también el judicial, están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico (artículo 9.1 CE); y el artículo 117.1 de la misma Constitución, somete a los jueces solamente al imperio de la ley. En la STS 2338/2001 se hacen referencias a la posición del juez, a quien corresponde “...el monopolio de la jurisdicción y la facultad exclusiva de resolver los conflictos que se le presenten mediante la aplicación de la Ley, en un poder independiente que encuentra su límite en la aplicación del Ordenamiento Jurídico, resolviendo de manera vinculante y definitiva el asunto enjuiciado”.

     En un sistema democrático como el regulado en la Constitución española, el Poder judicial se legitima por la aplicación de la Ley a la que está sujeto, y no por la simple imposición de sus potestades. De manera que el Estado de Derecho se vulnera cuando el Juez, con el pretexto de aplicación de la ley, actúa sólo usando su propia subjetividad concretada en una forma particular de entender la cuestión a resolver, y prescindiendo de todos los métodos de interpretación admisibles en derecho. También si acoge un significado irracional de la norma, sustituyendo así el imperio de la Ley por un acto contrario de mero voluntarismo. La superación del simple positivismo, que pudiera conducir a actuaciones materialmente injustas, resulta de la Constitución y, especialmente, de sus normas sobre derechos fundamentales, que constituyen al tiempo una guía interpretativa y un límite infranqueable.

     Desde esta perspectiva, la previsión legal del delito de prevaricación judicial, no puede ser entendida en ningún caso como un ataque a la independencia del Juez, sino como una exigencia democrática impuesta por la necesidad de reprobar penalmente una conducta ejecutada en ejercicio del poder judicial que, bajo el pretexto de la aplicación de la ley, resulta frontalmente vulneradora del Estado de Derecho.

     El proceso penal del Estado de Derecho se estructura sobre la base del principio acusatorio y de la presunción de inocencia. Para que su desarrollo respete las exigencias de un proceso justo, o en términos del artículo 24.2 de la Constitución, de un proceso con todas las garantías, es necesario que el imputado conozca la acusación y pueda defenderse adecuadamente de la misma. De esta forma, el Derecho de Defensa, como derecho reconocido a cualquier imputado, resulta esencial, nuclear, en la configuración del proceso.

     En este marco, los principios de contradicción e igualdad de armas y de prohibición de la indefensión, actúan, a través del Derecho de Defensa, como legitimadores de la jurisdicción, de manera que ésta solo podría operar en ejercicio del poder judicial dadas determinadas condiciones de garantía de los derechos de las partes, y especialmente del imputado.

     El Derecho de Defensa, desarrollado sustancialmente a través de la asistencia letrada, aparece reconocido como un derecho fundamental del detenido en el artículo 17 de la CE, y del imputado, con el mismo carácter aunque no exactamente con el mismo contenido, en el artículo 24. No se encuentra entre los que el artículo 55 de la CE considera susceptibles de suspensión en casos de estado de excepción o de sitio. En el artículo 24 aparece junto a otros derechos que, aunque distintos e independientes entre sí, constituyen una batería de garantías orientadas a asegurar la eficacia real de uno de ellos: el derecho a un proceso con garantías, a un proceso equitativo, en términos del CEDH; en definitiva, a un proceso justo.

     Directamente relacionados con la defensa y la asistencia letrada, aparecen otros aspectos esenciales para su efectividad. De un lado, la confianza en el letrado. El TC ha señalado (entre otras en STC 1560/2003) que “la confianza que al asistido le inspiren las condiciones profesionales y humanas de su Letrado ocupa un lugar destacado en el ejercicio del derecho de asistencia letrada cuando se trata de la defensa de un acusado en un proceso penal”.

     Nadie duda de que el Abogado es una figura esencial en la compleja y delicada maquinaria de administrar justicia. Él hace posible la imparcialidad del juzgador y refuerza su posición independiente, sólo sometida a la Constitución y a la Ley. Y nadie pone en cuestión que el Derecho de Defensa es una pieza clave de nuestro sistema jurídico en el que la función del Abogado es primordial para que la Tutela Judicial sea realmente efectiva. Sin ambos elementos, la Justicia, como valor superior del Ordenamiento Jurídico, se presenta, en el mejor de los casos, como un simple desideratum, cuando no una caricatura esperpéntica de un sistema judicial sin fundamentos.

     La pretensión legítima del Estado en cuanto a la persecución y sanción de las conductas delictivas, solo debe ser satisfecha dentro de los límites impuestos al ejercicio del poder por los derechos que corresponden a los ciudadanos en un Estado de derecho. Nadie discute seriamente en este marco que la búsqueda de la verdad, incluso suponiendo que se alcance, no justifica el empleo de cualquier medio. La justicia obtenida a cualquier precio termina no siendo Justicia.

Cándido Conde-Pumpido Varela

 







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